A principios de los años sesenta, cuando mi familia se mudó al otro extremo de la ciudad en la que vivíamos, perdí a mis amigos de la infancia y me sumí en una racha de soledad e inseguridad propias de la adolescencia. Durante varios meses deambulé melancólico por la casa, hasta que mi padre me obligó a trabajar como empacador de provisiones en un supermercado. Yo aborrecía ese trabajo. Un caloroso día, mientras llevaba las bolsas de unos clientes al estacionamiento, mi vista se topó con la gran zapatería de la calle de enfrente. El local parecía muy fresco y pulcro, y sus amplios escaparates, sombreados por todos, estaban llenos de nuevos zapatos. ¿Qué se sentirá trabajar en un lugar equipado con aire acondicionado?, pensé. Y me propuse averiguarlo.