Vi por primera vez a Teru Izuka cierto sofocante día de junio a la verdosa media luz de estrecho vallecico del Japón norteño. Estaba completamente desnuda, sentada bajo una cascada, y el agua fresca de la montaña le caía por el cuerpo. Un poco confusa, me detuve bruscamente. Ella me miró serena e inclinó la cabeza para saludarme. Luego se incorporó, arrancó un puñado de musgo que crecía al borde mismo de la corriente y vino hacia mi. Era una robusta campesina de unos 24 años, carrillos como manzanas y negros cabellos cuidadosamente anidados en un rodete. Se detuvo un instante junto a mi perro de aguas y dijo en su lengua nativa: - ¡Qué orejas tan grandes!
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