A principios de los años
sesenta, cuando mi familia se mudó al otro extremo de la ciudad en la
que vivíamos, perdí a mis amigos de la infancia y me sumí en una racha de
soledad e inseguridad propias de la adolescencia. Durante varios meses deambulé
melancólico por la casa, hasta que mi padre me obligó a trabajar como empacador
de provisiones en un supermercado. Yo aborrecía ese trabajo.
Un caloroso día, mientras llevaba las bolsas de unos
clientes al estacionamiento, mi vista se topó con la gran zapatería de la calle
de enfrente. El local parecía muy fresco y pulcro, y sus amplios escaparates,
sombreados por todos, estaban llenos de nuevos zapatos. ¿Qué se sentirá trabajar en un lugar equipado con aire acondicionado?, pensé.
Y me propuse averiguarlo.
Días después hice acopio de valor y entré en la zapatería,
vestido con mis mejores ropas. Un hombre larguirucho y de cabello entrecano me
recibió con una sincera sonrisa. Llevaba gafas de montura plateada, un pulcro
traje de color azul marino, una corbata muy seria y unos zapatos negros impecablemente
lustrados. Me alegré de haberme vestido con corrección.
- ¿Buscas trabajo? – me preguntó con simpatía.
- Sí, señor – respondí, sorprendido de que lo hubiera
sabido.
- Como vi que no curioseabas en los escaparates, deduje que
no venías con intenciones de comprar –prosiguió el hombre, que seguía leyendo
mis pensamientos.- Me llamó John Hill y soy el gerente de la tienda. La verdad
sea dicha, no nos vendría mal otro vendedor. ¿Te gusta tratar con la gente?
La pregunta me desconcertó. Podía contar con los dedos de
una mano a los amigos que había hecho desde que nos habíamos mudado. Los chicos
de mi nuevo barrio me parecían muy cerrados. Clavé la punta del pie en la
alfombra.
- Creo que sí –Contesté sin mucha convicción.
-Esa no es una buena respuesta-dijo, poniéndome una mano al
hombro-. En las ventas, la mitad del trabajo consiste en hacer que la gente se
sienta a gusto. Si les trasmites la sensación de que realmente importan, te
responderán bien. De hecho, les resultara difícil no comprarte. Pero, si les
das la impresión de que preferirías estar haciendo otra cosa, se irán con las
manos vacías.
Aquello sonó muy sencillo. Algo me dijo que podría aprender
mucho de aquel hombre.
No sé bien por qué, pero el señor Hill me contrató. Dediqué
los primeros días a escuchar lo que se debía y lo que no se debía hacer.
- Aquí no se actuamos como en otras zapaterías –me explicó-.
A la gente le cuesta venir un poco más aquí, así que procuramos darle algo a cambio
de ese esfuerzo. ¿Crees poder hacerlo?
Mi inseguridad se exteriorizó de inmediato.
- ¿Y si no tenemos lo que quieren? –Inquirí, sorprendido de
mi audacia.
A juzgar por la expresión de su cara, cometí un sacrilegio.
- ¡Nunca les digas eso! En vez de ello, muéstrales lo que si
tienes.
- Pero, ¿y si…?
- ¡Muestra, no expliques! –me interrumpió-. No siempre es
posible ofrecerle la gente lo que quiere. Pero siempre puedes ofrecerles algo.
Que lo acepten o no, ya no depende de ti. En cambio, sino loes presentas nada,
los privas de esa posibilidad de elegir, y los clientes prefieren entonces
buscar en otra parte. Recuerda que siempre hay algo con lo que puedes lograr
que se iluminen los ojos de una persona. Sólo tienes que averiguar qué es.
Luego me expuso el sistema de pago: un salario por hora, más
porcentaje de las ventas que realizara. La comisión más alta la reportaba el betún
para calzado, y en seguida los bolsos y los accesorios.
A continuación, simulamos que yo era un cliente que acababa
de entrar.
-Bienvenido a nuestra zapatería -. Dijo el señor Hill,
estrechándome mi mano con cordialidad. Me escoltó hasta una silla, acercó un
banquillo y, antes de que me diera cuenta, me quitó suavemente los zapatos-.
¿Tiene la amabilidad de ponerse de pie aquí? – dijo, y me midió ambos pies.
-¿No vas a preguntarme siquiera que busco? –Interrogué tras
volver a sentarme.
- Si, lo haré ahora que domino la situación –respondió el
señor Hill-. Mira, estás sentado en una cómoda illa, descalzo; no puedes
levantarte e irte sin más. En este punto le preguntó a la gente qué desea.
-¿Por qué no pregunta simplemente qué numero calzo?
-¡Eso no se pregunta! –Recalcó al tiempo que agitaba un dedo
ante mí-. El propósito de tomar las medidas es convencer al cliente de que
sabes lo que haces. Así, confiarán en tus recomendaciones.
Confianza. Esa distaba mucho de ser una de mis virtudes. El
señor Hill sí tenía, y yo deseaba averiguar en qué forma se manifestaba. Conforme
transcurrían los días, me convertí en su sombra. Veía cómo aplacaba con bromas
a los clientes más refunfuñones.
Un día lo observé atender a dos mujeres. Les llevó varios
zapatos, además de los que había solicitado. Mientras se los probaban ante el
espejo, les dio unos bolsos que hacían juego.
-Veamos como se ve esto.- dijo, casi con inocencia.
Después colocó otros zapatos en semicírculo alrededor de su banquillo.
Junto a cada modelo puso un bolso. ¿Quién sabe qué tenían en mente esas
clientas en el momento en que entraron en la zapatería? Lo cierto es que,
cuando se marcharon, cada una llevaba varios pares de zapatos, un par de bolsos
y una sonrisa de satisfacción.
- No te limites a darles lo que vienen a comprar –me dijo en
un rato de calma -. Eso no es vender. Dales lo que piden, y luego véndeles
algo. Así, sale ganando la tienda y sales ganando tú. Cuando comienzas a
vender, experimentas una gran confianza en ti mismo, y esa confianza ya nadie
te la arrebata. Te será útil en las situaciones más diversas que puedas
imaginar, pues todo lo que hacemos en este mundo es en cierto sentido una
venta.
No tardó en llegar la hora de que atendiera a mi primer
cliente. El señor Hill me llevó aparte y me dio ánimos.
- Trátalas como te gustaría que te trataran, y el resto
vendrá por sí solo –señaló.
Eran una mujer y su hija. Les pedí que tomaran asiento, les
medí los pues y les mostré a las dos unos mocasines de ante del mismo estilo.
Luego les sugerí que, para conservar la piel, se llevaran un atomizador con una
sustancia repelente al agua y un cepillo de alambre. La señora lo compró todo.
No sé quién se hallaba más contento: el señor Hill o yo.
Faltaría a la verdad si dijera que ocurrió de la noche a la
mañana, pero gracias al ejemplo de mi tutor llegué a ser un vendedor nada
despreciable. Era raro el día en que no aprendía de un él una técnica nueva.
En cierta ocasión le vi incluso explicarle a una mujer
bastante corpulenta que el zapato de talla nueve que se estaba probando era en realidad
de talla seis, como ella había solicitado. Con cara de desconcierto, puso el
zapato al revés y volvió a mostrárselo.
- Deben de haber estampado de cabeza el número. –dijo
sonriente como tonto.
A toda luz divertida, la mujer adquirió los zapatos y
prometió que volvería pronto.
A medida que los meses se trocaban en años, el señor Hill se
iba asemejando más a un tío sabio que a
un jefe. La orientación que me brindaba tenía que ver con muchas facetas de mi
vida, desde mis estudios hasta mis tormentosos amores de adolescente.
-Ojalá mis padres se parecieran a usted –le dije una
tranquila tarde en la que nos hallábamos solos en la zapatería.
El señor Hill inclinó la cabeza y me miró por encima de sus
gafas. Había visto varias veces a mis padres y los tenía en alta estima.
-Y eso, ¿a qué se debe? –me preguntó.
- Usted y yo podemos hablar de cualquier cosa, y usted nunca
se enfada. Eso no lo puedo hacer con ellos.
Sus ojos se apartaron de los míos un largo rato. Finalmente
volvió a mirarme, y dijo:
-Resulta difícil ser buen padre y bueno amigo al mismo
tiempo; no los juzgues con severidad. Son buenas personas.
El señor Hill tenía razón. Yo había aprendido mucho bajo su
tutela, pero apenas si lo había demostrado en casa. Quizá, si me comportaba más
como adulto, mis padres me tratarían como tal. Nunca olvidaré la cara que
pusieron cuando, pocos días después, les ofrecí quedarme en casa a cuidar a mi
hermana menor para que ellos pudieran salir.
Seguí afanándome en la zapatería hasta que llegó el omento
de ir a la universidad. El día que debí decir adiós tuve, por primera vez,
miedo de acudir a mi trabajo. Por la noche, en cuanto los demás empleados se
marcharon, me acerque al señor Hill y, tragando saliva, le dije:
- Usted me ha ayudado muchísimo. Siempre se lo agradeceré.
Me miró, y alcancé a advertir que se había sonrojado y que tenía
los ojos ligeramente húmedos.
- Yo no hice nada –respondió, dedicándome una brillante
sonrisa. –Fue un logro tuyo.
- Pero usted me enseñó.
- Cualquiera pudo haberlo hecho: tus padres, tus maestros,
tu pastor… Lo que ocurrió es que, cuando me conociste, estabas preparado para
escuchar. Lo que aprendiste, ya estaba dentro de ti.
Reflexioné unos instantes en las palabras del señor Hill. A
partir del momento en que comencé a trabajar en la zapatería, había participado
en una obra de teatro escolar, me había sumado a algunas organizaciones, había
competido por un par de cargos y había trabado amistad con mucha gente. Resultó
que mis compañeros no me habían excluido de su vida. Era yo el que los había
excluido a ellos y él que había excluido a mis padres. Tan pronto como me abrí,
todos respondieron.
CONFIA EN TI, y los demás te tendrán confianza. No
expliques: muestra. Trata a la gente como te gustaría que te trataran. Ofrece siempre
más de lo que se espera.
Estas sencillas recomendaciones me han servido en muchos ámbitos
de mi vida.
Al enseñarme a vender zapatos, el señor Hill me dio algo
inmensamente más importante: un poderoso secreto para la vida. No siempre se tiene
lo que la gente pide; pero siempre se tiene algo. Si no otro par de zapatos o una
lata de betún, quizá algo de uno mismo.
Por Willian Hendryx.
Nota:
Todos los créditos son para el autor/autores original/originales del artículo,
este blog tiene solamente por objetivo la de hacer conocer dicha obra, con la
finalidad de motivar el amor por la vida e incentivar los buenos hábitos.