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UN AGUINALDO DE CORAZON



Nueva York, donde resido, es impresionante en cualquier época del año, y una ciudad imponente en los días de la Navidad. En escaparates resplandecientes de luz y de color exhiben las tiendas ricas pieles y joyas deslumbradoras. Ángeles de 12 metros de altura adornan la Quinta Avenida. Abundancia, poderío, opulencia en fabuloso despliegue sin igual en el mundo.
Por calles a las que los enhiestos edificios dan apariencia de desfiladeros y en que el alumbrado convierte la noche en día, circula presurosa la gente que aún ha de comprar algunos regalos. Parece que el dinero sea lo de menos. Lo de más será encontrar algo que regalar a personas que tienen de todo. Sí, algo nuevo, apropiado, algo que haga exclamar a quien reciba el regalo: "¡El regalo que yo quería!".
En diciembre, pocos días antes de Nochebuena, una joven forastera daba vueltas y más vueltas en la imaginación al regalo que debía comprar. Recién llegada de Suiza y deseosa de aprender inglés, buscó colocación en casa de una familia norteamericana, en donde a cambio del hospedaje servía de secretaria, cuidaba de los nietos y ayudaba en lo que se ofreciese. Úrsula, que así se llamaba la joven, era casi una adolescente, pues no había cumplido 20 años.

Le tocaba llevar la cuenta de los regalos que se recibiesen. Eran muchos y mientras los anotaba cuidadosamente no podía apartar del pensamiento una preocupación cada vez más insistente. Estaba muy agradecida a los norteamericanos que la habían recibido en su hogar y quería demostrárselo con un regalo de navidad. Pero con el poco dinero que tenía, ¿qué aguinaldo podría comprar para quienes recibían diariamente los muchos y muy valiosos que a ella le correspondía anotar? Además, aún sin esos regalos, los señores de aquella casa tenían de todo lo imaginable.
De noche, desde la ventana de su cuarto, tendía la vista por la nevada extensión del Parque Central, más allá de la cual asomaba con perfil de serranía el panorama de la ciudad. Abajo, en las calles siempre concurridas, ruido de taxis, luces rojas y verdes de los semáforos de la circulación. Al pensar Úrsula en la silenciosa serenidad de los Alpes, tan diferente de todo esto, la nostalgia le empañaba de lágrimas los ojos. En su cuarto, poco antes de la Nochebuena, tuvo una inspiración.

Fue como si una voz interior le hubiese dicho: "Sí, es cierto que hay en esta ciudad muchos que tienen bastante más que tú. Pero también hay otros muchos que tienen bastante menos. Piensa tú en estos últimos y hallarás la solución para lo que te trae tan preocupada".

Dio vueltas y más vueltas a esa idea. El 24 de diciembre, que era su día de salid, fue a uno de los grandes bazares de la ciudad. Anduvo paso entre paso a lo largo de mostradores ante los que se agolpaba la gente. Miró y remiró, escogiendo y rechazando, imaginariamente, lo que había que comprar. Al cabo se decidió por algo que hizo que le envolviesen en vistoso papel con adornos de renos plateados y atasen con una cinta plateada. Al Salir a la calle estaba anocheciendo. Se detuvo indecisa, sin saber qué camino tomar. Por fin se acercó a un hombre que vestía un lujoso uniforme azul galoneado de oro -el portero del bazar- y le preguntó en su inglés vacilante:

-¿Podría decirme dónde queda por aquí una calle de gente pobre?
Titubeo el portero un momento antes de preguntar a su vez:
-¿De gente pobre señorita?
-Sí, sí, muy pobre; la más pobre de la ciudad.
Se la quedó mirando el portero como si no acabase de entender lo que ella quería.
-Pues… podría usted ir a Harlem… o tal vez a los barrios bajos del Este -dijo al cabo.
Esto y nada era lo mismo para una forastera como Úrsula. Alejándose de allí, entristecida, caminó sin rumbo por entre la marea humana de compradores navideños. Al ver un agente de la policía se abrió paso hasta él y le dijo:
-Por favor, señor agente: ¿cómo se va desde aquí a una calle de gente pobre… en Harlem?
-Harlem no es un barrio para una joven como usted -respondió el guardia mirándola severamente de pies a cabeza. Y desentendiéndose de ella dio con el silbato la señal de reanudar la circulación de carruajes.
Echó Úrsula a andar. Iba cabizbaja, de cara al cortante viento invernal, con el paquetito de la compra muy bien empuñado. Al tropezar con una calle de apariencia más pobre que las otras, tomaba por allí. Pero ninguna de esas calles la llevaba a los barrios míseros de que había oído hablar. Desalentada, medio muerta de cansancio y de frío, se detuvo en una esquina. Lo que hasta entonces se había propuesto llevar a cabo le pareció de repente irreflexivo, tonto, absurdo. Por sobre el confuso ruido de coches y viandantes oyó resonar alegres tintineos de campanilla. Un afiliado del ejército de Salvación estaba haciendo el tradicional llamamiento de Navidad.

Empezó a sentirse menos desorientada y sola. En Suiza había también Ejército de Salvación. Con seguridad que este afiliado podría indicarle dónde encontrar lo que ella quería. Corrió a él.
-¿Quiere ayudarme? Ando buscando un niño, uno que sea muy pobre, para dar este regalo -dijo al mismo tiempo que le mostraba el paquetito de los renos plateados y la cinta plateada.
El afiliado era hombre de aspecto completamente vulgar; pero detrás de los cristales de sus gafas de aro metálico miraban unos ojos bondadosos. Cesó de agitar la campanilla y preguntó a Úrsula:
-¿Qué clase de regalo?
-Un vestidito. Para un chiquitín que esté muy necesitado de ropa. ¿Sabe usted de alguno?
-Sí, de uno… y de muchos.
Arrugó el hombre la frente, y después de un momento de silencio, dijo:
- No tardará en llegar mi relevo. Entonces la podré llevar a casa de una familia cuyo niño anda muy mal de ropa. Queda cerca de donde voy.

En cuanto llegó el relevo, Úrsula tomó el primer taxi que pasó por allí. Durante el trayecto, en efusivo arranque confidencial, habló de sus planes al hombre del Ejército de Salvación, de cómo había viajado a Nueva York, de lo que en ese día de Nochebuena quería llevar a cabo. Su nuevo amigo la escuchó en silencio. Cuando llegaron, el taxista, que había estado oyéndolo todo, lo dijo a Úrsula al abrir la portezuela del coche:
-Vaya usted tranquila, señorita, que yo puedo esperar.

Úrsula se había quedado mirando la fachada de la ruinosa y sórdida casa de vecindad. Una violenta ráfaga de viento arremolinó los desperdicios tirados en la calle y sacudió con metálico estruendo los recipientes de la basura.
-La familia vive en el tercer piso. ¿Subimos allá? -Dijo a Úrsula el del Ejército de Salvación.

Respondió ella con un movimiento negativo de cabeza y explicó en seguida:
-Se mostrarían agradecidos conmigo, y no soy yo la que da esto -dijo entregándole el regalo-. Llévelo usted, se lo ruego. Y diga que es de parte de… de alguien que tiene de todo en abundancia.

El taxi la trasladó velozmente de la oscura tristeza de las calles del barrio pobre a otras brillantemente alumbradas; fue un asombroso tránsito de la miseria a la opulencia. Trató de imaginarse al hombre del Ejército de Salvación subiendo las escaleras, llamando a la puerta, dando una explicación, el momento en que abrían el paquete, el niño con vestido puesto. Pararon en la Quinta Avenida, frente al edificio de departamentos en que vivía Úrsula. Cuando ella abría la cartera le dijo el taxista:

-No me debe usted nada, señorita. Estoy más que pagado -y despidiéndose con una sonrisa puso en marcha el coche.

Al primera hora del día siguiente Úrsula dispuso con particular esmero la mesa para el desayuno de la familia. Concluía apenas de hacerlo cunado reinó en toda la casa el jovial entusiasmo navideño. El cuarto de estar quedó hecho un mar de vistosos papeles de envolver después que los alllí reunidos abrieron los paquetes que contenían sus regalos. Úrsula dio a todos las gracias por los que de ellos había recibido. Hubo después un momento de calma, que aprovechó para explicar  por qué no se veía allí ningún regalo dado por ella. Tímidamente fue relatando su ida al bazar, su encuentro con el afiliado del Ejército de Salvación, lo sucedido con el taxista. Al terminar su relato, hubo general y prolongado silencio. Ninguno de los presentes se sentía, al parecer, capaz de decir palabra. Habló de nuevo Úrsula, para explicar:
-Como lo habrán visto, yo quise dar alegría a otros en nombre de ustedes. Y ese ha sido mi regalo de navidad para ustedes.

¿Cómo estoy yo tan enterado de todo esto? Porque el hogar en que vivía Úrsula era mi hogar, y con nosotros pasó Úrsula la Navidad. A esa joven, casi una adolescente, venida de Suiza, le parecíamos nosotros tan colmados de bienes de fortuna que nada que ella pudiese regalarnos contribuiría en lo mínimo al aumento de nuestro bienestar material. Por eso nos obsequió con algo infinitamente más valioso: el aguinaldo de un corazón juvenil fue la alegría que ella quiso dar a otros en nuestro nombre.


¿Verdad que es extraordinario? Una tímida joven suiza en una gran ciudad desconocida para ella. Nadie creería que esa joven pudiese influir en modo alguno en los habitantes de esa ciudad. Y sin embargo, cuando da afecto, influye en muchas personas; en sí misma, en el afiliado del Ejército de Salvación, en la familia pobre, en el taxista, en mí; acaso, por este relato que aquí se hace de lo referido por ella, influirá también en muchas personas de diversas partes del mundo. Porque Úrsula trajo a nosotros el verdadero espíritu de la Navidad, el que nos mueve a ser afectuosamente dadivosos para con nuestros semejantes. Ese fue el secreto que ella poseía y del cual nos hizo partícipes a todos nosotros.

Por Norman Vincent Peale
Pastor de la Marble Collegiale Church de la ciudad de New York.

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