Aquella mañana – lo recuerdo bien – desperté con el mismo
cansancio y con la misma depresión de hacía varios días. No era que me
preocupase nada serio; solo menudas contrariedades. Lo único que traía el
cartero eran cuenta y más cuentas. Nada de lo que había escrito últimamente me
parecía bien. Acababa de aceptar un encargo que no era de mi gusto, y que ahora
me tenía realmente atemorizado. Me daba lástima de mí mismo al verme en un
callejón sin salida. Frente a mí, el espectro del fracaso. A mi espalda, la
sombra de la desilusión.
Cerca de una hora estuve tratando de concentrarme en el
trabajo. Fue inútil, más allá de la ventana tendía el mar su trémulo azul
dorado por el sol. Al subir la marea empezarían las olas a golpear en las
barras distantes un par de kilómetros de la ribera. Allá – me dije – escaparía
yo por un trecho a mis cavilaciones. Y sin pensarlo dos veces ni avisar a los
de la casa, salí para allá.
Camino del hogar donde tenía fondeada mi lancha tropecé con
mi amigo el rabino, que estaba dando un paseo con sus perros.
El rabino y yo teníamos trato, pero no propiamente amistad.
Nunca llegamos a intimar. Frisaba él por los 70 años y estaba pensionado hace
poco. Era erudito hebraísta.
En la expresión del rostro de rasgos firmes, pulcramente
afeitado, resplandecía una gran dignidad y compostura. Al verlo pasar con sus
dos perros zorrones atraillados, podría tomársele como un terrateniente inglés
que pasea por sus posesiones. Miró de soslayo mis dos cañas de pescar – Siempre
llevo una de repuesto – y la lancha que se mecía junto a la orilla, y me
preguntó:
- ¿De pesca? ¿Solo?
Respondí con un ademán afirmativo, y sonreí luego al
preguntarle en son de broma:
- ¿Gusta acompañarme?
No dudé que la respuesta sería una cortés negativa. Pero él
mirándome como si hubiese querido leer mis ojos, dijo:
- ¿Desea compañía?
Sostuve la mirada sin saber que pensar. No me hacía mucha
gracia compartir con nadie mi escapatoria. Por otra parte el rabino sabría
tanto de pesca deportiva como yo de explicar el Talmud. Pero lo había invitado
a acompañarme y no podía volverme atrás. Sin embargo…
- Es una pesca bastante insegura. – Le advertí – Queda uno
empapado y molido. Hay pez gordo o nada pero si usted se anima, yo encantado.
- Gracias, muy amable. ¿Esperará diez minutos mientras voy a
mudarme de traje?
- Por supuesto y hay tiempo de sobra, tengo todavía que
arreglar las carnadas.
Sentado en la regala después de haber pescado tres lisas,
trataba de convencerme de que no había cometido una tontería al invitar al
rabino. Aunque a la verdad, era dificilísimo entender que pudiese tener de
divertido para un hombre de su edad la pesca dos kilómetros mar adentro en un
banco de arena azotado por las olas.
Todo lo que veía a mi alrededor me era tan conocido, como mi
propia piel: el verde jade del agua, el verde más intenso de la marisma, el sol
ardiente, la azul serenidad del cielo. La lancha era apenas un cuenco de
fibravidrio; pero habría que verlo jugar al “tócame-tú” con las olas. Las cañas
de pescar, de no muy buena apariencia, pero con los carretes brillantes y bien
aceitados.
Al reunirse conmigo, el rabino estaba tan entusiasmado como
un muchacho. Trepidó el motor; dejó la lancha una estela bullente. Al salir de
la caleta nos cogió de través el primero maretazo. Caímos con escalofriante
estrépito de la cresta al seno de la ola. El roción nos pasó por encima de la
cabeza. Miré al rabino, disponiéndome a tomar la vuelta a tierra. Pero su
mirada era tan alegre como la claridad de este día de sol. Aunque los
resoplidos del motor no me dejaban oír lo que decía el rabino, por el
movimiento de sus labios, parecía hablar consigo mismo al repetir “¡Estupendo!
¡Estupendo!”.
El bajo al que nos dirigíamos era una faja arenosa de hasta
45 metros de ancho. En la pleamar quedaba completamente cubierto por las olas,
que a estas alturas empezaban ya a batirlo por el costado del este con la misma
insistencia con que roe un hueso un lobo hambriento. En las claras aguas de ese
bajo, solían nadar los robalos.
El ancla clavó la férrea uña en la arena del fondo. Frente a
nosotros se tendía ininterrumpidamente la anchura del mar en busca del saliente
de África. Más allá de las rompientes, abatían el vuelo, semejantes a la cabeza
de una emplumada flecha, los alcatraces que pescaban su último pez.
Cuando desembarcamos, el rabino se quedó absorto con la
vista fija en los complicados dibujos que la ola dejaba en la arena.
- Son las huellas del mar – dijo – fíjese – exclamó
instantes después, mostrándome una concha que tenía en la mano -: Sigue
reflejando todos los colores del alba.
Mil veces había visto yo conchas como esa. Pero solamente
ahora, al reparar en su cintilante opalescencia, había nacido en mí una
sensación de sosiego, de alivio para mi soledad de ánimo.
Llegamos a la parte en que rompían las olas. Mientras cebaba
lo anzuelos fui haciendo una breve disertación
acerca del intrincado arte del lanzamiento del anzuelo con caña echadiza; de cómo hay que dejar que
la caña cumpla con su oficio; de la importancia de mantener el pulgar sobre el
carrete a fin de prevenir las catastróficas consecuencias de un enredijo del
sedal. Estuvo el rabino atento con ejemplar aplicación y paciencia a la palabra
del maestro, que concluyó diciéndole:
- Echaré yo el anzuelo por usted esta primera vez. En
seguida todo correrá por cuenta suya. Cuando pique el pez, ha de tirar de él
poco a poco, hasta cansarlo para ir trayéndolo y sacarlo por fin a la playa. El
sedal esta arreglado para que no lo reviente la sacudida del pez, pero a él hay
que sujetarlo bien.
Las olas nos daban a la rodilla. Llevé la caña hacia mi
espalda, y en seguida por ímpetu, hacia adelante; se desenrolló el sedal,
describió una amplia curva en el aire, hundió en el agua la punta con los
anzuelos a ella asidos. Entregué la caña al rabino, y llevando conmigo la otra
caña, me aparté un trecho para empezar a pescar por mi cuenta. A solas con mis
pensamientos, en el silencio en el que parecían agradarse los silbidos del
viento, el murmullo de las olas, el hervor de las espumas y los chillidos de
las aves marinas, me di a cavilar en lo que representa el rabino como valor
humano. Había algo en él que lo diferenciaba de la generalidad; algo que,
siendo tan sencillo, era tan hondo que escapaba a mi comprensión. Con el
rabillo del ojo lo veía en este momento sostenerse frente al alborotado oleaje
mientras seguía con la mirada a un gaviota que iba remontándose en la vibrante
atmósfera soleada. En esa actitud, vuelto de cara al cielo, dejaba el rabino
que la caña que tenía en la mano se inclinase hasta rozar casi el agua con el otro
extremo. ¡Todo al revés! Y era imposible tratar de decírselo, porque con el
ruido del oleaje no me oiría.
Pasó el tiempo, el rabino hizo un par de tímidos intentos de
pesca. La marea empezó a subir; cada vez ganaban las olas más terreno en el
bajo. Pronto tendríamos que marcharnos. En esto veo que el rabino viene hacia
mí sacudiendo desalentadamente la cabeza y con la caña a la funerala. Al llegar
me la mostró con aire compungido. El enredijo del sedal era algo espantoso.
- ¿Podría arreglarlo? – me preguntó.
Tomé la caña que él me mostraba y le di la mía. La única
manera de arreglar aquello sería cortar por lo sano con una navaja afilada. Y en
esta clase de cirugías se tarda bastante. Así iba a decírselo al rabino cuando
todo cambió como por arte de magia, la caña que él empuñaba a dos manos se
arqueaba y crujía. Rechinaba el carrete. El semblante del rabino reflejaba
inexplicable mezcla de espanto, consternación, incredulidad, asombro. Cuando
pica un róbalo no es como si un pez cualquiera tirase del sedal: Lo que
entonces quiere llevárselo es el mismísimo mar.
Pegué un respingo y me aparté a un lado mordiéndome la
lengua para no dar consejos a grito herido. A unos 50 cm, la robusta cola bronceada
del pez asomó golpeando frenéticamente el agua. El rabino lo aguantaba de firme
e iba retrocediendo poco a poco hacia la orilla. De pronto el róbalo, en vez de
seguir tirando del sedal, nadó en dirección al pescador.
Fácil es imaginar lo que nos sucede si, estando en el mar
con el agua en la rodilla y haciendo fuerza para sujetar un pez con 10 kilos de
peso, el animal cesa repentinamente de tirar del sedal. El rabino se fue de
espaldas, las olas cubrieron al caída. Después solamente el ir y venir de las
olas. Ni caña de pescar, ni rabino, ni nada.
Antes de que yo alcanzase de llegar en su auxilio, asomó él
chorreando agua, entre la espuma del oleaje. Buscaba afanosamente algo en el
fondo. Di por seguro que, si el pez se había aprovechado del aflojón. ¡adiós
caña de pescar! Pero no, ahí estaba en rabino que acababa de encontrarla y se
erguía sosteniéndola en alto. El carrete chirriaba quejumbrosamente. Todavía era
nuestro el róbalo. Se oyó un ruido
sibilante al cortar el agua como una guadaña.
De cara al adversario, el rabino resistía denodadamente.
Pero los tirones del pez lo alejaban de la orilla, playa adentro, donde el agua
era más y más profunda, en dirección a Portugal. Precipitándome hacia él, lo
agarré por los hombros y lo obligué a retroceder.
Lo único que cabía hacer era aguardar, con la esperanza de
que el anzuelo, sedal y pescador pudiesen más que róbalo. Dos veces asomó en la
superficie del agua, batiéndola desesperadamente, un metro de cobrizo pez, y
otras tantas aplaudí, yo a dos manos, como un chiquillo, clara el alma y
risueño el corazón, porque estaba viendo el mundo lo mismo que ve lo veía el
rabino: como un espectáculo sin cesar renovado, maravilloso, espléndido,
verdadero.
Vimos venir hacia nosotros en el lomo de una ola al róbalo
que aún no se daba por vencido. En un momento de entusiasmo, el rabino inclinó
la caña hasta dejarla apuntando en dirección al pez. Se me ahogó la voz al
gritarle que tuviese cuidado… el mal estaba hecho. Golpeando la arena con la
potente cola, el róbalo giró sobre sí mismo. Crujió el sedal; reventó por la
parte inmediata al anzuelo. Un roción señaló como fugaz surtidor de líquidos
diamantes el lugar donde estuvo el pez…
El rabino se encaminó hacia mí. Venía calado hasta los
huesos, enlodado de pies a cabeza; pero sin asomos de desaliento ni desilusión
en el semblante. Me miró sonriendo y me dijo:
- ¡Estupendo!
Apoyó en mi hombro una mano en la que sentí gravitar el
cansancio.
- Bueno – le dije cariñosamente -. Va siendo hora de
regresar.
El sol, el mar, la arena, el cielo: todo era como un sueño
que va desvaneciéndose cuando despertamos. En la playa, mi amigo el rabino se
despedía de mi con una ligera venía:
- Le quedo muy agradecido por haberme proporcionado una de
las mejores mañanas de mi vida.
- El agradecido soy yo – murmuré.
Al verlo alejarse por el camino que corre entre las dumas,
acudían a mi memoria sus frases: las huellas del mar en la arena; la concha en que
duermen los reflejos del alba. Encerraban esas palabras un no sé qué de íntimo
contento. Me parecía entender el secreto de ese contento. Era el de quien no añora
el ayer, no teme el mañana. La actitud del hombre que vive en el hoy, en el
fugaz momento presente, único punto de nuestra existencia en el cual estamos en
la realidad.
“Así que no os
congojeís por el día de mañana…”
Cogí el enredado carrete. Navaja en mano fui cortando las
marañas. Aún quedó en el carrete todo el sedal que era menester. Puse luego en
orden la lancha, cuidé de dejarla bien amarrada. Y eché a andar camino a casa,
en busca de las horas que me llamaban el afecto y al trabajo, a los amigos y a
la familia, a la alegría de vivir el momento.
Arthur Gordon
Condensado de "Guideposts"
Nota: Todos los créditos son para el autor original del artículo, este blog tiene solamente por objetivo la de hacer conocer dicha obra, con la finalidad de motivar el amor por la vida e incentivar los buenos hábitos.