Cuando Jhonny, mi hijo, cursaba el primer año de escuela
primaria, se inició en los deportes de competencia. El niño creía estar listo
para esa dura prueba. A mí, en cambio,
me parecía que era aún muy tierno y extremadamente vulnerable.
- Hoy tendré que quedarme otra vez en la escuela, después de
clases a hacer prácticas de pista – anunció cierto día, dando a su voz un tono
demasiado profundo para un pequeñuelo como era él -. ¿por qué no vienes a
verme? – añadió.
Por supuesto, fui. Al observarlo me dolía el alma, pues se
esforzaba mucho y lo que lograba era bien poco. Corría con desesperación,
agitando las piernas violentamente. Sus compañeros corrían con mayor soltura y
avanzaban más.
En el salto de altura no era mejor. Se arrojaba al aire y
casi siempre caía sobre la barra. No tardó en quedar magullado y contuso tras
repetidos y empeñosos intentos.
- No sirvo para la pista – reconoció unas cuantas semanas
después -. Trataré mejor de que me acepten en el equipo de béisbol. Tal vez sea
bueno para eso.
No fue así. Empezando porque Jhonny no podía ver la pelota.
Era miope, y veía mal aún con lentes. Sencillamente, no estaba cortado para el
béisbol. Tarde a tarde volvía a casa exhausto y abatido.
Una noche lo vi más triste que de costumbre. Su cabello
rebelde era una maraña erizada y en su frente las gotas de sudor habían dejado
surcos de polvo.
- Se me fueron todos los tiros que mandaron por mi lado y
con el bate fallé dos veces.
- ¡Lástima! – Comenté, con sonrisa de compasión -. Verás como
mañana lo haces mejor.
Movió la cabeza, como si dudara. Le puse la mano en el
hombro, para darle ánimos, pero rechazó el halago. Noté entonces varias manchas
rojizas en su pecho, de muy mal aspecto.
- ¿Qué es eso? – pregunté.
Bajó la vista.
- ¡Ah, eso! – replicó -. Es que aquí me golpeó la pelota.
- ¡Qué barbaridad! ¿No puedes esquivar los golpes?
Abrió de par en par los ojos, horrorizado.
- Eso no se debe hacer. No hay sacarle el bulto a la bola:
hay que atraparla.
Comprendí entones que no es fácil ser niño. Sin embargo,
Johnny tenía sus buenos ratos, como cuando fui por él al campo de práctica y me
recibió llevando en las manos un uniforme nuevo de béisbol. Corrió hacia el
automóvil, con el uniforme verde y blanco echado al desgaire sobre el hombro y
en el rostro una sonrisa que hubiese bastado para iluminar todos los campos de
béisbol del país.
- ¡Mira mi uniforme! – Gritó radiante -. No a todos los
niños les dieron uniforme. Este era el último que quedaba y el entrenador me lo
dio. Me dijo que lo había ganado.
- ¡Te felicito! – exclamé.
Se sentó a mi lado, con un suspiro de satisfacción, y
extendió el uniforme sobre sus rodillas de manera que apareciesen a la vista el
nombre y el número cosidos en la espalda de la camiseta.
- ¡Caramba! – exclamó -. ¡Hay que ver lo que trabajé para
lograrlo! Era conmovedor verlo tan feliz.
Después de ese episodio vino para Johnny el periodo de las
horas pasadas en la banca, esperando que lo llamaran a suplir a alguno de los jugadores.
Cierto día lo llevé al campo de práctica. Vestía el chico suéter anaranjado y
pantalones cortos de gruesa tela azul. Lo dejé allí y seguí a hacer mis
compras. De regreso, cuando me hallaba aún a buena distancia del campo de
juego, alcancé a distinguir la figura de un niño con suéter anaranjado. Estaba completamente
inerte, y en torno suyo se congregaban muchas personas. No sé como estacioné mi
coche y atravesé corriendo el campo.
Nada grave había ocurrido. Johnny se había dado un topetazo
con otro jugador. Estaba aturdido y sangraba copiosamente de la nariz; pero
después de recibir los primeros auxilios llegó por su propio pie al automóvil.
Al día siguiente tenía amoratados los ojos.
- Más te valdrá no ir esta tarde al juego – le dije-. No pareces
estar en buenas condiciones.
- ¡Ay mamá! No es necesario estar en muy buenas condiciones
para quedarse sentado en una banca.
Esa tarde, sin embargo, no estuvo sentado en una banca.
Su persistencia había tocado al fin, el corazón del
entrenador, quien desde entonces lo puso a jugar algunos tiempos de cada
partido. Sin fufa era un entrenador a quien no solo le interesaba que su equipo
ganara. A Johnny se le escapaba la pelota, la lanzaba sin tino, con el bate era
una nulidad. Por añadidura todos sus errores eran dados a saber por el altavoz.
El corazón de toda nuestra familia sangraba entonces sin distinción alguna.
Pero ocurrió que una tarde alguien disparó la pelota con un golpe del bate,
justamente en dirección de Johnny. Aquello podía decidir la suerte del juego.
Vi que el entrenador se estremecía y se tapaba los ojos con ls manos. La pelota
pegó en el guante de Johnny… y éste la atrapó.
Un inconfundible halo de triunfo rodeaba al niño cuando
volvíamos a casa.
- ¿Por qué no nos detenemos en alguna parte, a que toda la
familia tome un helado? – propuso con aire de gran señor.
- Realmente ¿Por qué no? –repliqué yo, conviniendo en
ello. Después de todo, el éxito es
siempre algo relativo.
En estos momentos Johnny está durmiendo. Se halla tendido boca
arriba con los brazos en cruz y completamente sueltos. Cuidadosamente colocado
junto a la almohada esta su guante de béisbol. Me inclino a besar la curva
suave de la tierna mejilla del niño, y me asalta un pensamiento. Pienso en
otras madres que conozco, madres que desde las tribunas aplauden a sus hijos,
grandes deportistas y ganadores de medallas. Debe ser magnífico, eso de ser la
madre de un ganador. Pero, concluyo al fin, tal cosa no puede ser tan
conmovedora ni tan dulce como ser la madre de un pequeño y valeroso perdedor.
Por Pat Van Buskirk
Condensado de "Woman's day" (Octubre 1970)
Fawcett Publications, Inc., 67 W. 44 St., Nueva York, N.Y. 10036
Nota:
Todos los créditos son para el autor/autores original/originales del artículo,
este blog tiene solamente por objetivo la de hacer conocer dicha obra, con la
finalidad de motivar el amor por la vida e incentivar los buenos hábitos.