Era un atardecer lleno de aromas, del mes de julio. Mientras
escribía, en torno a la lámpara de mi mesa revoloteaban y zumbaban algunos
insectos. En esto una mariposa se desprendió
del enjambre y vino a posarse en la hoja de papel que tenía delante de mí.
Me puse otra vez a escribir, pero mi pluma rodeó a la frágil criatura para no
interrumpir la fascinación con que contemplaba el fulgor de la cuartilla herida
por la luz.
Cuando llegué al final de la hoja, comencé a dudar: ¿espantaría
a la mariposa? Pero no. Decidí observar a la viviente joya con una pluma.
¿Cómo puede una criatura ser tan minúscula y complicada al
mismo tiempo? Para convertirse en la mariposa que yo veía, la crisálida tuvo
que procurarse las sustancias necesarias a su metamorfosis, y transformarlas
después en ojos, patas, antenas, alas. Sobre todo esas alas son lo que más me
da a pensar. Sus colores al pastel, ordenados con tan geométrica perfección…
¿de dónde proceden? En un cuerpo tan pequeño, pues apenas es como un grano de
arroz, hay colores que igualan y aún superan a los que plasmaron en sus obras
nuestros más excelsos pintores.
Mientras estudiaba a la criatura, tan menuda, con todos los
detalles que me revelaba la lupa, pensé en la imposibilidad de que tal obra de
arte de efecto de la casualidad. Y en mi corazón adoré de nuevo a Dios,
“Hacedor de cielos y tierra del mar y de cuanto en ellos hay”.
Y si nos maravilla una mariposa, ¡Cuánto más abrumador es el
misterio de una vida humana recién nacida! ¡Es tan perfecto en sus proporciones
el cuerpo del niño! Nada raro tiene que la madre, al bañarlo, lo contemple de
vez en cuando sumida en una especia de éxtasis.
Pronto despertarán los miles de millones de neuronas de su
cerebro, y el niño comenzará a aprender y a hablar, y el amor nacerá en su
corazón, y la criatura se estrechará contra uno en expresión de su afecto
espontáneo.
¿Será casualidad? ¿Será una serie de coincidencias? Pero,
¿no es más fácil creer en un Dios, causa inteligente de tanta magnificencia?
Consideremos esto: La
luz tarda 2000 años en llegarnos desde una de las estrellas más cercanas a la
tierra, entre los miles de millones que pueblas el Universo. El parpadeo que
vemos esta noche es un fulgor que viene por el espacio hasta nosotros, a una velocidad
de 300,000 kilómetros por segundo, desde los días en que Jesucristo vivió en
Palestina.
Esta idea nos producirá más vértigo si recordamos que el
gigantesco reloj del espacio funciona con rigurosa exactitud. Cada estrella,
cada sol, cada planeta se mueven con tal regularidad astronómica que es el
colmo de la precisión. Y se están moviendo así desde hace millones de años.
Admiramos la exactitud de los cálculos de la NASA. Los
peritos de Houston calcularon el momento preciso en que Apolo XI tocaría la
superficie lunar. Pero quizá no recordemos que también la Luna acudía a la cita
con precisión más admirable todavía.
Si los eruditos de la época de Jesús hubiesen sabido calcula
con el mismo rigor que nuestros matemáticos, hubieras determinad con
anticipación de 2000 años en que preciso lugar del espacio estaría la Luna el
día 20 de Julio de 1969 cuando fueran las 10:56 de la noche en Houston, eso es,
en el momento en que Neil Armstrong se convertiría en el primero ser humano que
pisaba la superficie lunar.
¿Puede ser simple casualidad todo esto? ¿No es más bien un
orden que resucita nuestra fe en un ser infinito e infinitamente inteligente,
en un ser que denominamos Dios?
Tuvo que ser uno u otra: Dios o la casualidad. Por lo que a mí
respecta, me es muy difícil creer que la casualidad sea la creadora suprema del
Universo. Así piensan también la mayoría de los astronautas. Son famosas sus
expresiones de fe en Dios.
Cuando Armstrong y Edwin Aldrin venían en su largo viaje de
regreso a la Tierra (dos días después de alunizar), transmitieron a nuestro
planeta imágenes de televisión. Aldrin citó los versículos 3 y 4 del octavo
Salmo de David: “Cuando contemplo los cielos, obra de tus manos, la Luna y las
estrellas, que tú has establecido: ¿Qué es el hombre para que de él te
acuerdes…?” Y Armstrong, al expresar la gratitud de los astronautas a los
centenares de miles de personas que colaboraron para que se realizara la
expedición lunar, habló con voz trémula de emoción y terminó diciendo: “Dios
los bendiga”.
Armstrong y Aldrin, allá en la infinidad del espacio,
optaron por Dios y no por la casualidad.
Aún más impresionante fue el testimonio que manifestaron el
24 de diciembre de 1968 los astronautas de la expedición Apolo Viii. Borman,
Lovell y Anders iban a pasar por detrás de la Luna y a perder el contacto con
la Tierra durante 45 minutos. Su vida dependería de un motor: si no funcionaba,
ellos quedarían para siempre en órbita alrededor de la Luna.
Ahora sabemos que todo salió bien, pero, después de una
prueba tan dramática, aquellos hombres pudieron haber entonado un elogio de sí
mismos, exaltando el triunfo del espíritu humano. Todos hubiéramos comprendido
tan legítimo orgullo. Sin embargo, no fue eso lo que hicieron.
Lo que más les impresionó no fue su propia grandeza, sino su
insignificancia en el Universo. Y aquel día de nochebuena, cuando millones de
seres humanos se disponían a celebrar en la Tierra el nacimiento de Jesucristo,
escuchamos las voces de Borman, Lovell y Anders (tres modernos reyes Magos),
que nos conmovieron al recitar uno tras otro el primero capítulo del Génesis:
“Al principio creó Dios los cielos y la tierra… Hizo Dios los dos grandes luminares,
el mayor para presidir al día, y el menor para presidir a la noche, y a las
estrellas… y vio Dios ser buena su obra”.
Para los astronautas (y para todos aquellos que no ven en la
casualidad una razón suficiente del Universo) Dios mismo confirma
misteriosamente la exactitud de su elección. A su modo, Él les dice: “Estoy
allí”.
Recordémoslo: Si
el creyente no lo comprende todo, si le asaltan dudas, no es porque sea oscura
la divina revelación, sino porque el espíritu humano tiene límites.
Cuando me veo arrastrado a las tinieblas, cuando me acosan
dudas pasajeras, recurro a un pensamiento muy simple. Quizá alguien lo tilde de
vano y aun de infantil, pero a mí me da muy buenos resultados.
Evoco las grandes mentes que en el curso de 20 siglos han creído
en Jesús, mensajero de Dios. Con ellas ando en buena compañía. Y voy (espero
que también el lector) por la vida siguiendo una senda de esperanza.
Sé que no acabaré del todo en la tumba de algún cementerio.
Al final del camino Jesucristo me recibirá con los brazos abiertos y me llevará
al Reino del Padre.
Por el Padre
Marcel-Marie Desmarais, O.P.
Condensado de “Le
Bonheur & Portée de la Main”
Nota:
Todos los créditos son para el autor/autores original/originales del artículo,
este blog tiene solamente por objetivo la de hacer conocer dicha obra, con la
finalidad de motivar el amor por la vida e incentivar los buenos hábitos.